La isla Portete queda vacía
Luego del sacudón del 16 abril, en la isla de Portete de Esmeraldas da miedo cerrar los ojos.
Son las 19h15 y el oleaje rompe el silencio en uno de los paraísos de Muisne.
Desde hace 100 días, el islote solo tiene vida hasta el ocaso.
En ese momento empieza el éxodo masivo de quienes entre el recuerdo del terremoto ya no pueden conciliar el sueño en sus hogares y huyen al continente.
Solo 13 personas y varios perros vigilan cada noche el paraíso que a lo lejos es iluminado por un resort donde destaca el cemento, y las luces.
La casa de Lorenza Cedeño, de 60 años, está lejos de las olas que bañan los 2,5 kilómetros de playa que rodean el islote.
En su visita luego de las réplicas del 18 de mayo, el presidente Rafael Correa habría ofrecido al representante de las 304 personas que viven en la isla, que ayudaría para que se los reubique.
“Son miles de personas afectadas. No podemos esperar hasta que el Gobierno nos atienda. Ya tenemos el ofrecimiento internacional para construir las casas, además si lo hacemos con el Gobierno ya no seremos los dueños de la isla”, dice Boris Hernández, representante de los pobladores.
“Acá vivimos del turismo y para mantenerlo hay que ofrecer productos y, nosotros tenemos belleza natural e historia”, resalta Hernández, quien es guía turístico.
Llegaron en busca de techo y trabajo
Un pedazo de choclo cocinado y un poco de mantequilla es el desayuno de Elvia Márquez. Mientras come, algo está hirviendo en la cocina industrial, pero ella ni se inmuta. Su frágil memoria creía que ya la había apagado.
Junto a Elvia está Guardián, su perro, mientras en la cama descansa un gato y en una silla, el otro. Sus mascotas son su compañía mientras su esposo sale a buscar trabajo.
Elvia pasa todo el día en la casa, hecha con tablas, cañas y plástico, en un solar vacío que alguien les arrendó para vivir. Ahora, tiene más forma de casa que cuando llegaron, luego del terremoto, y solo tenían el techo improvisado con plástico transparente.
Ellos son dos adultos mayores que vivían en Pedernales y llegaron a Santo Domingo en busca de techo y trabajo.
Elvia no recuerda cuántos años tiene, pero su cédula sí: 80. A paso lento realiza las tareas del hogar. Su esposo es albañil, pero trabaja en lo que haya, casi no pasa en casa.
Ellos no piensan regresar a Pedernales, allá arrendaban y vieron mucha destrucción, prefieren tratar de quedarse Santo Domingo.
“Yo tengo que estar donde esté mi marido porque solo nos tenemos el uno al otro”, responde ella. No se siente sola porque tiene a sus mascotas. Apenas siente que alguien se acerca, Guardián salta y vigila. Elvia se siente agradecida con sus vecinos, que le han ayudado, especialmente una, que le lleva comida y la integra a sus conversaciones.
Esta pareja no quiso ir a un albergue: “Sea como sea tenemos nuestras pocas cositas y yo paso aquí tranquila con mis animalitos”, indicó.
Angela y Querida están tristes en Santo Domingo
Las hermanas Querida y Ángela Cedeño se sientan a conversar cada tarde en una sala prácticamente vacía.
La situación las tiene deprimidas, las opciones se les acaban y la edad y sus enfermedades no ayudan. Querida está en el único sillón de la sala y Ángela en una silla de plástico, junto a ella unas muletas que le donaron.
Las hermanas Cedeño son parte de una familia que llegó a Santo Domingo, luego de huir de Pedernales, cuando el terremoto hizo colapsar sus casas y perdieron todas sus pertenencias.
El ambiente es tenso, pero ambas cambian de cara y tratan de sonreír por un momento. Su reacción fue muy distinta a la de Ligia Loor, hija de Ángela, quien se rehusaba a hablar. “Todos vienen, pero nadie hace nada por nosotros”, fue lo único que dijo.
Hay cuatro cuartos en la casa, todas las puertas están cubiertas por cortinas. Se escuchan voces y una joven, Shirley, sale de una de las habitaciones. Unas catorce personas viven en esas cuatro paredes. Cuando llegaron a Santo Domingo se quedaron en un refugio, pero el espacio era insuficiente y se mojaban cuando llovía. Recuerdan que una mujer les ofreció prestarles una casa durante un año, algo que les emocionó. Cuando llegaron tuvieron que hacer una limpieza porque era una casa abandonada.
No tienen agua ni luz, lo que les preocupa. Ángela sufrió daños en una de sus piernas y no puede trabajar, mientras que Querida hace comida bajo pedido para tratar de sustentarse.
Se fue a Santa Elena
María Cotera Macías es una de las manabitas que llegó a Santa Elena luego del terremoto, es acogida en la casa que alquila su hija Lérida Panezo en el cerro El Tablazo en Santa Elena. Cotera asegura que desde entonces su vida cambió.
Sus ojos reflejan nostalgia y recuerda cada detalle de lo vivido durante el movimiento telúrico.
Aquella tarde, ella estaba en su casa, en la cocina, y su esposo en una habitación. Él quedó atrapado entre escombros, pero fue rescatado por familiares.
“Estaba secando un arroz cuando se vino todita la casa abajo, lo que hice fue pararme en medio, todo se vino abajo, edificios de siete pisos, todo estaba oscurito, hasta los postes estaban caídos”, cuenta la señora que habitaba en Pedernales, sitio del epicentro del terremoto.
“Uno extraña su tierra, pero qué hay que hacer, adaptarse”, dijo la señora mientras recordaba que sus nietecitos andaban sin zapatos, sin camisetas y que tenían frío. “Dormimos en la calle, salimos sin nada, sin abrigo, sin colcha, sin nada”, reiteró.
Cuenta además que, casi a los cuatro días del terremoto salió de Manabí, su viaje de camino a Santa Elena le mostraba un Manabí en escombros, sin tiendas y todo destruido. Su hija Lérida había contactado con unas sobrinas y desde Santa Elena alquiló una furgoneta para regresar con 15 familiares a quienes acogió en casa, hasta hace un mes.
María Cotera volvió a Manabí un mes después del terremoto, volvió a ver escombros y militares y acciones de limpieza en la playa y lo que era el mercado. No descarta regresar a su tierra, pero en unos meses.