De aquella fatídica tarde ya ha pasado un año, pero los recuerdos siguen vigentes en la memoria de la niña, quien juega en un centro provisional para víctimas del terremoto en Manta.
Su tierna sonrisa se disuelve por unos segundos cuando recuerda lo sucedido. “El día del terremoto estaba en la casa de mi tía en Tarqui, la cuál se derrumbó. Mi papá me tapó con su cuerpo y murió. Yo le saqué el teléfono y llamé a mi mami", cuenta.
De pie junto a un asiento en forma de tortuga, con su cabello castaño recogido, Angie vuelve a sonreír al recordar a su papá, en un esfuerzo por recuperar los buenos momentos vividos.
“Siempre me decía que debía ser la mejor alumna, la sobresaliente en calificaciones y lo voy a lograr este año”, cuenta Angie, con el ánimo de recomenzar desbordándose por sus ojos verdes. "Mi sonrisa es para él", dice.
Angie intuye que no es como las demás niñas, que ha madurado a fuerza de una gran pérdida, pero está enfocada en continuar con su vida como un homenaje a su padre, quien sostuvo su mano bajo las paredes caídas de concreto hasta que dejó de respirar.
“Él siempre me consintió, me acompañaba a todo lugar, me complacía en todo lo que quería, yo sé que quiere que sea feliz y me estará viendo desde arriba”, agrega la pequeña.
En ese centro recreativo de Manta, Angie ha conocido a otros niños que han perdido a sus padres. Como ella, han recibido ayuda psicológica y han vuelto a columpiarse, a jugar a los quemados, a sonreír como un tributo a sus seres queridos. "De grande quiero ser doctora", finaliza como una promesa al cielo.